Recuerdo aquellos días cuando mi familia esperaba con ansias la llegada de mis tíos desde Caracas. Cada diciembre, viajaban a la costa colombiana cargados de regalos, y su visita se convertía en una celebración familiar. Representaban prosperidad y esperanza, un reflejo de lo que alguna vez fue Venezuela. Hoy, esas reuniones son solo recuerdos lejanos, porque la dictadura de Nicolás Maduro ha diseminado a mi familia por toda América Latina. La única manera de sobrevivir ha sido huir, dejando atrás un país desmoronado, donde la migración se ha convertido en la única opción para quienes aspiran a vivir con dignidad.
Venezuela ha sido testigo de la vulneración sistemática de derechos humanos. Desde Barranquilla, soy testigo del sufrimiento que esa crisis ha traído hasta nuestras calles. Veo madres venezolanas, desesperadas, arriesgando sus vidas y las de sus hijos al vender dulces en medio del tráfico, simplemente para subsistir. Estas escenas se repiten una y otra vez, evidenciando la magnitud de la tragedia que el régimen ha infligido sobre su propio pueblo. Una tragedia que el mundo ha presenciado, pero que, alarmantemente, no ha sido suficiente para detener el sufrimiento.