Es alarmante observar cómo la fe cristiana ha sido objeto de burla en un evento de la magnitud de los Juegos Olímpicos, un escenario que debería ser un símbolo de unión y respeto entre culturas. La reciente apertura en París dejó un mal sabor de boca a muchos creyentes, cuando el comité organizador, en un acto que parece deliberadamente ofensivo, decidió parodiar la Última Cena, uno de los momentos más sagrados para los cristianos. El escándalo que esto provocó fue tal, que días después, Thomas Jelly, a la cabeza del comité organizador del evento de apertura, intentó minimizar la ofensa calificándola como una representación de una fiesta pagana del dios griego Dionisio. Una explicación que solo subrayó la falta de sensibilidad hacia la fe cristiana, ratificada de manera oficial por uno de sus miembros.
Lo que sucedió fue un relato de horror: todas sus pertenencias fueron confiscadas, fueron desnudados y registrados, y se les negó el derecho básico de contactar a sus abogados o familiares. Todo esto, bajo cargos inexistentes. Sufrieron presión psicológica, amenazas de una detención prolongada, y pasaron la noche en condiciones deplorables, algunos incluso sin comida ni agua. Todo esto para qué? Para sofocar una voz disidente, para castigar a quienes se atreven a levantar la voz en defensa de la fe.
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