Por: Pablo A. Proaño.
A medida que se promueven en todo el mundo políticas en favor del aborto, la eutanasia y otros procedimientos médicos típicamente controversiales y moralmente cuestionables, crece también la necesidad de establecer salvaguardas para los objetores de conciencia.
Mientras tanto, queda un poco en el limbo el derecho de las instituciones prestadoras de salud de no proveer este tipo de procedimientos, especialmente si los mismos son reconocidos como un derecho que se debe satisfacer a la población.
La controversia sobre el derecho de las instituciones de salud vinculadas a confesiones religiosas a negarse a practicar abortos ha llegado a los estrados de la Corte Constitucional de Ecuador. En la causa No. 93-22-IN, una acción pública de inconstitucionalidad busca que se declare contrario a la Constitución que estas entidades puedan invocar sus creencias para abstenerse de realizar dichos procedimientos. Sin embargo, voces autorizadas han planteado argumentos sólidos en defensa de la libertad religiosa colectiva en este caso.
Primero, es necesario entender que las instituciones prestadoras de salud no tienen “conciencia”, pero sí tienen derechos. Esto es un concepto civil clásico: las personas, en función de sus derechos, pueden asociarse y organizarse para alcanzar fines legítimos a gran escala, que no sería posible si sólo trabajaran de forma individual e independiente. Estas asociaciones, compañías, instituciones, funcionan entonces bajo un ideario: una misión y visión, un conjunto de valores y además fines que nunca pueden ser incompatibles ni con la ley ni con sus estatutos. Estas asociaciones, que nacen de la libertad propia de los seres humanos, cuando se amparan en principios confesionales, implican también una dimensión externa, visible y colectiva de su libertad religiosa: son una forma concreta de asociarse para alcanzar los fines que su fe reclama.
La segunda idea detrás de la objeción institucional es que debe entender que el obligar a instituciones de salud dependientes de confesiones religiosas a practicar abortos, por ejemplo, vulneraría el derecho a la libertad religiosa colectiva consagrado en diversos tratados internacionales de derechos humanos. Instrumentos como la Declaración Universal de Derechos Humanos, el Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos y la Convención Americana sobre Derechos Humanos prohíben expresamente la discriminación por motivos religiosos y garantizan el ejercicio colectivo de la libertad de culto.
En Estados Unidos, la Corte Suprema ha reconocido que las personas jurídicas religiosas tienen legitimidad para invocar la protección de la libertad religiosa, sin que puedan ser forzadas por el Estado a realizar actividades contrarias a sus creencias. En el caso Burwell v. Hobby Lobby (2014), el máximo tribunal falló que obligar a una empresa comercial de corte religioso a proveer ciertos anticonceptivos a sus empleadas violaba su derecho a la libre práctica del culto. La Corte Suprema razonó que, en última instancia, las personas jurídicas existen para proteger los derechos de las personas naturales que las conforman.
Esto nos lleva a la tercera idea. Entonces, en las sociedades donde cuestiones contrarias a una fe o moral se instauran como derechos, surge la pregunta: ¿qué derecho prevalece? ¿el derecho al aborto o a la eutanasia? ¿o el derecho a la objeción institucional, fruto de la libertad de asociación y la libertad religiosa? Existe una fiera consigna de que permitir la objeción de estas instituciones a practicar abortos constituiría una vulneración a los derechos sexuales y reproductivos de las mujeres. Desde esta óptica, la libertad religiosa colectiva no puede prevalecer sobre las garantías individuales cuando está en juego el acceso a servicios de salud esenciales. Además, consideran que el carácter religioso de las entidades de salud no las exime de acatar la legislación vigente en materia de aborto.
Sin embargo, en una correcta ponderación de los derechos, no debería existir colisión de derechos en el ámbito privado de salud. Es el Estado el que debe proveer salud a los ciudadanos, por lo tanto, esa obligación no puede recaer injustificadamente sobre prestadores privados cuyo ideario no se adhiere a estas prácticas. Se debe buscar un equilibrio que respete la autonomía de las confesiones religiosas sin discriminarlas injustificadamente, como sería el deber de derivación de las personas que solicitan estos servicios desde los hospitales privados confesionales hasta uno público, sin necesidad de pisotear la objeción de conciencia y la objeción institucional, pero reconociendo que el Estado se ha puesto como garante de tal o cual práctica.
En definitiva, es un deber de las altas Cortes dirimir este álgido debate ponderando cuidadosamente los derechos e intereses en pugna. Sus fallos marcarán un precedente trascendente sobre los límites de la libertad religiosa colectiva y su armonización con otros derechos fundamentales. Mientras tanto, el caso de Ecuador mantiene en vilo a actores clave de la sociedad ecuatoriana, cada uno pugnando por hacer prevalecer su visión sobre esta espinosa controversia.