Por: Pablo A. Proaño
Retomando las reflexiones sobre la combatividad como una virtud cristiana, hoy abordaremos dos aspectos importantes: sus características y sus dos dimensiones, la interna y la externa.
Características de la combatividad
Habiendo demostrado la naturaleza bíblica de esta virtud, sólo hace falta hacer una precisión más. Como dice san Pablo, este combate espiritual no se trata de una lucha material, de armar una revolución o de degollar a quienes no acepten nuestra fe o faltar a la caridad. La combatividad es una disposición interna del alma. Como toda virtud, debe nacer de un deseo profundo del corazón del hombre para luego desbordarse como actos exteriores concretos, de otro modo sería una falsa virtud, una hipocresía que alimente la soberbia espiritual.
La combatividad no se contrapone con el amor, sino que lo complementa, puesto que le quita el malsano sentimentalismo a la caridad y le da la fortaleza para ejercerla por medio de la corrección y el consejo. Una auténtica combatividad se plantea entre el respeto y la caridad. Demasiado respeto y poca caridad se desnaturaliza en un autoritarismo, una dictadura, convirtiendo a la persona en un brabucón y un belicoso. Demasiada caridad y poco respeto se pierde la noción del amor verdadero y se crea una dependencia, un apego; se rebaja lo sublime del combate a un sentimiento banal y perecible.
Combatividad interna y externa
La combatividad tiene tres enemigos a muerte, los del alma: el mundo, el demonio y la carne. Pero de los tres hay uno que es el más terrible de todos porque su combate es perpetuo: la carne o las malas inclinaciones. ¡Dormimos con nuestro peor enemigo! Por lo tanto, los efectos de la combatividad deben residir en lo interno del alma.
La combatividad hacia el interior, se ejercerse por medio de la mortificación cristiana, del vencimiento propio, de trabajar asiduamente por conseguir una virtud: "lo mismo el atleta; no recibe la corona si no ha competido según el reglamento." (II Tim 2,5). Esta lucha interior es la más terrible; combatimos contra tres Goliats: el “Yo-Soberbio”, el “Yo-impuro” y el “Yo-perezoso”. La combatividad es como un iceberg, puesto que nuestros mayores esfuerzos deben ser una lucha interna, escondida para los demás, superada por mucho al montículo que sobresale al exterior.
De este modo, la combatividad interna produce también orden en el alma, lo que profundiza nuestra madurez cristiana. Nos ayuda a darnos combate, a no ser perezosos para el apostolado sino al contrario, a buscar en nuestra alma esa noción de belleza por la que luchamos, que mi alma sea la primera en glorificar a Dios. Es el martillo que forja el alma como una espada, ablandada ya por el ardor de la caridad.
Fruto de esta interna combatividad brota la actitud externa del alma combativa. El rechazo al pecado en todas sus formas, y a toda tentación u ocasión de pecado. Es el movimiento del alma descrito por nuestro señor: “Vigilad y orad” (Mt 26, 41). La combatividad como buen centinela, es capaz de alertarnos de un peligro y de darnos la fortaleza de contraatacar esa tentación o huir con valentía y la gracia de Dios intacta en el corazón.
La combatividad es enemiga a muerte de los respetos humanos. Es el impulso de la voz del profeta que denuncia el pecado y clama a la conversión. Se vuelve como un volcán en el alma de quien la procura, dándole un impulso apostólico desconocido hasta entonces.
También tiene la capacidad de hacer huir la tristeza y la melancolía, puesto que despierta al alma triste para ponerla en el campo de batalla, donde el zumbar de las balas enemigas no da tiempo para mirarse el ombligo ni llorar por la leche derramada, sino que la despierta lista para la batalla y nos brinda gran fuerza para vencer el abatimiento por un ideal mayor.